domingo, 12 de septiembre de 2010

Hasta pronto

¡Qué tristeza! Hace poco estuve acompañando a unos amigos al funeral de un familiar. Confieso que eso nunca me ha gustado. Pienso así, porque es muy triste decirle adiós a aquella persona que una vez te dio apoyo o que hizo grandes cosas y se le recuerda bien, pero a la vez sale a flote la hipocresía y el arrepentimiento.
Despedíamos a un abuelo que toda su vida se entregó al trabajo. No conforme con criar a sus tres hijos con mucho esmero, su entrega fue fiel, pues luchó bajo sol y agua también por criar a alguno de sus nietos. Esos eran como sus hijos.
La vejez recayó sobre aquel buen anciano, perdió la voz y su cuerpo empezó a llenarse de enormes úlceras. Se la pasaba postrado en una cama y cada vez empeoraba. Ahora aquel viejo se había transformado en una carga más.
Su única hija, aunque en silencio, se mostraba cansada y no quiero llegar a pensar que deseaba que su padre muriera. Los meses de sufrimiento de aquel abuelo fueron cada vez más tristes. Al menos su cónyuge estuvo a su lado, tal como lo dicen los curas el día del matrimonio: "hasta que la muerte los separe". El día del sepelio aquella hija lloraba, desconsoladamente, sobre el féretro y le pedía perdón a ese cuerpo inerte. A veces decimos cosas y actuamos como si no tuviéramos sentimientos. Todavía hay muchos hijos que tienen a sus padres con vida y deben dar gracias Dios por esa hermosa bendición.
Si en alguna ocasión les fallamos, nada nos cuesta disculparnos y no esperar a ver su cuerpo frío en un ataúd para expresar lo importante que son en nuestras vidas.
didier.gil@epasa.com

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