Esto no es un secreto de confesión. A finales de la década del 90', ingresé a formar parte de la Pastoral Juvenil de mi parroquia San Isidro Labrador, en Capira. Al formar el grupo juvenil de mi comunidad me tocó trabajar con una religiosa colombiana, que era muy joven. Sólo tenía dos años en formación y fue enviada a misionar a Panamá. El asesor espiritual de ese entonces, también era un sacerdote recién salido del seminario. Me reservo sus nombres y sus congregaciones.
Junto a ellos trabajamos con mucho entusiasmo. Ganamos liderazgo en la comunidad y en efecto nuestra capilla nunca estuvo cerrada, pues tenía vida.
Cuando ambos religiosos me iban a visitar, mi familia notó que en el auto en que viajaban siempre se detenía más adelante cuando se retiraban. No era mal pensando y yo me decía: "Están planeando un nuevo tema o la reunión que sigue". Ni les digo lo que decían mis familiares, pero tenían razón: mis asesores espirituales estaban enamorados. ¡Sí, son humanos!
A los tres años siguientes, ella abandonó los hábitos y él se casó con otra dama a la que también le daba asesoramiento espiritual.
A él lo he visto con tres de sus hijos y de ella sé que es psicóloga en Colombia. Así es la vida. ¿Qué me enseñó esto?
Que tengo una creencia fija en Dios y no un fanatismo por sus servidores, pues son humanos y pueden fallar. No es el santo el que hace el milagro, es Dios. Pasaron cinco años maravillosos en aquel grupo eclesial, y a pesar de ese incidente, sigo conociendo y trabajando por Dios, fortaleciendo mi fe y sirviendo a mi iglesia.
didier.gil@epasa.com
domingo, 12 de septiembre de 2010
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